Si fuera un padre misericordioso
evitaría a mi hijo tocar instrumentos.
Escuchar música,
llorarla o si acaso,
drogarse con ella;
como hacía su padre, para viajar más lejos de lo que nunca podrá.
Ni pasear por el campo ni la playa:
por si aprende a escuchar el mar.
Ni leer a los antiguos, no sea que compare
otras vidas con la actual.
Si fuera un padre misericordioso,
evitaría que llore y que haga llorar.
Que perdone, que consuele, y tampoco que grite.
Ni que muerda al tiempo maldito en la garganta de su oscuridad.
Si fuera un padre misericordioso,
quizá fuera también miserable.
Al final, lo más verdadero que produje jamás
son las pocas lágrimas que
me he limpiado, airado, de la cara,
avergonzado y herido por su descubrimiento.
Esa verdad que se encuentra en el mar y en el desierto
– que algunos, añoramos, ateridos de lejanía –
y que por eso, nos hace llorar.